Allende 32, colonia centro, Ciudad de México.
Son las cuatro de la tarde de un día tranquilo, caluroso o frío, en
realidad no importa. En las mañanas todo parece más colorido, más luminoso, más
triste. El sueño aún nos golpea en el rostro con su largo y pesado brazo de
hierro. Frente a nosotros pasa el sol en su camino hiriente, rápido, monótono.
Son las cuatro y tres minutos de la tarde de un miércoles cualquiera. Tengo
sed, tenemos sed.
Entonces, entre la nata espesa de mugre que reside permanentemente en
las calles del centro de la ciudad, un olor a pan flota tímido, casi
imperceptible. Estoy en Tacuba. Tacuba, la calle del MUNAL, la calle que me ha
recibido en sus brazos más de una ocasión. El crujir más sonoro de la ciudad se
produce en estas calles, en estos edificios altos y oscuros de otra época, de
otro mundo. Pero nada importa cuando la sed es intensa y la mañana de los
desempleados, de los vagos inmundos se acerca a su fin. Son las cuatro y diez
de la mañana y mis pies saben que el camino ha sido marcado por la sed de la
miseria.
Pero yo no soy miserable, ni lo eres tú. Aunque seamos pobres y estemos
cansados; aunque estemos viviendo de a poquitos, no somos miserables. Tal vez
estemos tristes, eso sí, porque las mujeres son difíciles o porque nuestros
padres son una figura ya tan lejana que parecen inalcanzables; porque pasamos
toda la noche escribiendo en un cuaderno que arrojamos por la basura en la
mañana o porque la música ya no suena en nuestros oídos ni en nuestros dedos.
Caminaron nuestros pies por Tacuba y doblaron con agilidad circense a
la derecha en Allende. El sol golpea en los toldos y parabrisas de los autos y
la luz que reflejan se incrusta tan cruel en nuestro rostro como agujas
candentes. No importa. Hemos cruzado Donceles y escupo en las escaleras de la
Asamblea Legislativa para luego cambiar de acera y sentirnos, por fin, tranquilos,
tal vez hasta dichosos.
La fachada no importa, nada importa. Al entrar el olor a cloro y
limpiador de pisos te golpea justo en la frente. Camino despacio y miro todo,
escudriño los rostros que se acomodan en sus mesas y me devuelven la mirada con
un gesto de indiferencia. Te miro también a ti y me doy cuenta de que nuestras
sombras contrastan con las sucias paredes amarillas. Las sillas blancas y las
mesas de madera vieja nos invitan a dar un último paso.
Sentados, resignados ya, vemos la gruesa figura de las meseras moverse
en la lejana barra o escuchamos el taconear pesado sobre el tapanco de madera
ennegrecida. Una de ellas nos observa y nos sonríe, siempre sonríen. Es ella,
la misma de siempre, las mismas manos y la misma falda negra, pero no sabemos
su nombre ni recordamos su voz. Acaso todo recuerdo que tenemos de ella es una
palabra, una frase, un “¿Qué vas a querer, amor?” rebotando salvajemente en
nuestras cabezas. Para ella somos apenas siluetas de las que espera, sin
exigir, una propina tan generosa como siempre. Nuestra relación es perfecta.
Pedimos dos cervezas y empezamos nuestras cuentas mentales. Dieciocho
pesos, diecisiete pesos… Al final las cuentas no sirven para nada. Rascaremos
hasta el último peso de nuestros bolsillos, pero está bien. Todo está bien.
Mientras tanto el aire del lugar empieza a cambiar su olor a limpiadores por el
fuerte y penetrante olor a orín. Nunca es bueno sentarse a un lado de los
sucios baños, pero hay razones para todo. En este lugar, a un lado del baño de
hombres y bajo el tapanco de madera sucia, es posible conversar, aislarse de
las conversaciones ruidosas de los ancianos borrachos, de las estridentes
canciones de la rocola y de las risas y palabras absurdas de los jóvenes que
comienzan a llegar conforme la tarde va muriendo.
Dos o tres cervezas después la misma voz femenina se acerca con una
sonrisa todavía más amplia y nos ofrece la comida. Son las cuatro y cuarenta de
la tarde y el estómago exige el primer alimento del día. Nopales, frijoles y
chile siempre, siempre, aunque en preparaciones diferentes. No importa. Comida
gratis y cerveza fría. Todo está bien. Comemos. Remojamos el pan en el chile
que se escurre por las orillas de los platos adornados con pequeñas
florecillas. Después de eso, después del triste espectáculo de la sobriedad
inicial, todo será un maravilloso ascenso a la embriaguez.
Una cerveza tras otra. Los tragos grandes. Las palabras corren fáciles
y hablamos con facilidad y armonía. La mesa húmeda. La sal regada. Alrededor de
cada persona un torbellino de risas y murmullos; un eco que apenas se percibe,
pero que se impregna en nosotros. Las corcholatas dobladas. Los cacahuates
esperando. Hablamos de muchas cosas y todo fluye. Ya no nos interesa pensar
demasiado en todo eso que, bien sabemos, no tiene solución. Todo es fácil y se
acomoda en un orden perfecto de ideas que vuelan y mueren para renacer en más
palabras aventureras. Bebemos y gritamos. Observamos a las jóvenes mujeres que
entran y se sientan en las mesas contiguas. Admiramos sus rostros, su
embriaguez casi instantánea y su rubor de juventud desbordante.
Ya es de noche en la calle, sin embargo, en el interior, con las
luces, no ha pasado el tiempo. No ha pasado nada. Seguimos hablando y perdiendo
el tiempo, bebiendo con alegría y observando a los extraños seres que nos
rodean. La gente llega y se va y nosotros aquí, sentados en nuestra borrachera
patética, pero contentos, acaso, por nuestra noche y nuestra vida. No importa
el mañana, ni el destino que, sin duda, tendrán que buscar nuestros pies esta
noche. No importa.
Pagamos la cuenta y le damos la propina a la mesera que se ríe un poco
con nosotros. No nos levantamos, nos quedamos observando el último trago que
reposa en la botella. Entonces buscamos, arrancamos cada centavo de nuestros
bolsillos y hacemos cuentas. Afuera la
noche se hace más pesada y El Jarrito se empieza a quedar vacío. Nos levantamos
y compramos en la barra. Alargamos la noche. Hablamos y ahora bebemos a tragos
cortos y espaciados. Todo está bien porque ya nada importa.
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