sábado, 8 de noviembre de 2014

El Jarrito

Allende 32, colonia centro, Ciudad de México.



Son las cuatro de la tarde de un día tranquilo, caluroso o frío, en realidad no importa. En las mañanas todo parece más colorido, más luminoso, más triste. El sueño aún nos golpea en el rostro con su largo y pesado brazo de hierro. Frente a nosotros pasa el sol en su camino hiriente, rápido, monótono. Son las cuatro y tres minutos de la tarde de un miércoles cualquiera. Tengo sed, tenemos sed.
Entonces, entre la nata espesa de mugre que reside permanentemente en las calles del centro de la ciudad, un olor a pan flota tímido, casi imperceptible. Estoy en Tacuba. Tacuba, la calle del MUNAL, la calle que me ha recibido en sus brazos más de una ocasión. El crujir más sonoro de la ciudad se produce en estas calles, en estos edificios altos y oscuros de otra época, de otro mundo. Pero nada importa cuando la sed es intensa y la mañana de los desempleados, de los vagos inmundos se acerca a su fin. Son las cuatro y diez de la mañana y mis pies saben que el camino ha sido marcado por la sed de la miseria.
Pero yo no soy miserable, ni lo eres tú. Aunque seamos pobres y estemos cansados; aunque estemos viviendo de a poquitos, no somos miserables. Tal vez estemos tristes, eso sí, porque las mujeres son difíciles o porque nuestros padres son una figura ya tan lejana que parecen inalcanzables; porque pasamos toda la noche escribiendo en un cuaderno que arrojamos por la basura en la mañana o porque la música ya no suena en nuestros oídos ni en nuestros dedos.
Caminaron nuestros pies por Tacuba y doblaron con agilidad circense a la derecha en Allende. El sol golpea en los toldos y parabrisas de los autos y la luz que reflejan se incrusta tan cruel en nuestro rostro como agujas candentes. No importa. Hemos cruzado Donceles y escupo en las escaleras de la Asamblea Legislativa para luego cambiar de acera y sentirnos, por fin, tranquilos, tal vez hasta dichosos.
La fachada no importa, nada importa. Al entrar el olor a cloro y limpiador de pisos te golpea justo en la frente. Camino despacio y miro todo, escudriño los rostros que se acomodan en sus mesas y me devuelven la mirada con un gesto de indiferencia. Te miro también a ti y me doy cuenta de que nuestras sombras contrastan con las sucias paredes amarillas. Las sillas blancas y las mesas de madera vieja nos invitan a dar un último paso.
Sentados, resignados ya, vemos la gruesa figura de las meseras moverse en la lejana barra o escuchamos el taconear pesado sobre el tapanco de madera ennegrecida. Una de ellas nos observa y nos sonríe, siempre sonríen. Es ella, la misma de siempre, las mismas manos y la misma falda negra, pero no sabemos su nombre ni recordamos su voz. Acaso todo recuerdo que tenemos de ella es una palabra, una frase, un “¿Qué vas a querer, amor?” rebotando salvajemente en nuestras cabezas. Para ella somos apenas siluetas de las que espera, sin exigir, una propina tan generosa como siempre. Nuestra relación es perfecta.
Pedimos dos cervezas y empezamos nuestras cuentas mentales. Dieciocho pesos, diecisiete pesos… Al final las cuentas no sirven para nada. Rascaremos hasta el último peso de nuestros bolsillos, pero está bien. Todo está bien. Mientras tanto el aire del lugar empieza a cambiar su olor a limpiadores por el fuerte y penetrante olor a orín. Nunca es bueno sentarse a un lado de los sucios baños, pero hay razones para todo. En este lugar, a un lado del baño de hombres y bajo el tapanco de madera sucia, es posible conversar, aislarse de las conversaciones ruidosas de los ancianos borrachos, de las estridentes canciones de la rocola y de las risas y palabras absurdas de los jóvenes que comienzan a llegar conforme la tarde va muriendo.
Dos o tres cervezas después la misma voz femenina se acerca con una sonrisa todavía más amplia y nos ofrece la comida. Son las cuatro y cuarenta de la tarde y el estómago exige el primer alimento del día. Nopales, frijoles y chile siempre, siempre, aunque en preparaciones diferentes. No importa. Comida gratis y cerveza fría. Todo está bien. Comemos. Remojamos el pan en el chile que se escurre por las orillas de los platos adornados con pequeñas florecillas. Después de eso, después del triste espectáculo de la sobriedad inicial, todo será un maravilloso ascenso a la embriaguez.
Una cerveza tras otra. Los tragos grandes. Las palabras corren fáciles y hablamos con facilidad y armonía. La mesa húmeda. La sal regada. Alrededor de cada persona un torbellino de risas y murmullos; un eco que apenas se percibe, pero que se impregna en nosotros. Las corcholatas dobladas. Los cacahuates esperando. Hablamos de muchas cosas y todo fluye. Ya no nos interesa pensar demasiado en todo eso que, bien sabemos, no tiene solución. Todo es fácil y se acomoda en un orden perfecto de ideas que vuelan y mueren para renacer en más palabras aventureras. Bebemos y gritamos. Observamos a las jóvenes mujeres que entran y se sientan en las mesas contiguas. Admiramos sus rostros, su embriaguez casi instantánea y su rubor de juventud desbordante.
Ya es de noche en la calle, sin embargo, en el interior, con las luces, no ha pasado el tiempo. No ha pasado nada. Seguimos hablando y perdiendo el tiempo, bebiendo con alegría y observando a los extraños seres que nos rodean. La gente llega y se va y nosotros aquí, sentados en nuestra borrachera patética, pero contentos, acaso, por nuestra noche y nuestra vida. No importa el mañana, ni el destino que, sin duda, tendrán que buscar nuestros pies esta noche. No importa.

Pagamos la cuenta y le damos la propina a la mesera que se ríe un poco con nosotros. No nos levantamos, nos quedamos observando el último trago que reposa en la botella. Entonces buscamos, arrancamos cada centavo de nuestros bolsillos y  hacemos cuentas. Afuera la noche se hace más pesada y El Jarrito se empieza a quedar vacío. Nos levantamos y compramos en la barra. Alargamos la noche. Hablamos y ahora bebemos a tragos cortos y espaciados. Todo está bien porque ya nada importa.

0 comentarios:

Publicar un comentario