lunes, 8 de diciembre de 2014

Bar El templo

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Dr Enrique González Martínez, Santa María La Ribera, Ciudad de México

Choose life.

Yo quería ver a Irvine Welsh y preguntarle algo en mi escocés alcohólico de Corazón Valiente. Yo quería que Irvine Welsh me rompiera la madre. Pero la vida es cruel con las intenciones de un despreciable vago que tiene poca, o nula, capacidad de concentración para vivir la vida, esa vida que dicen que importa.

A las seis de la tarde llegué a la Vasconcelos, hermosa biblioteca si quieres orinar y dormir la cruda, y noté que las noches comienzan a caer sobre la ciudad a las seis treinta de la tarde.  Hacía frío y el cielo verdoso del atardecer agonizante se colaba entre nubes y humo para reflejarse, apenas, en los vidrios de la estación de Buenavista con una nostalgia de invierno anticipado. Yo quería refugiarme. Yo quería salir de casa y conversar un poco. Yo quería escuchar a Irvine Welsh…
Sergio salió de la biblioteca luciendo esa fuerza de juventud que considero en mí completamente extinta. Dos años hacen la diferencia, supongo. Y bien sabemos cuánto se puede vivir en dos años, en dos meses, en dos días. Estoy cada vez más viejo y el mundo lo nota. Pero, a pesar de lo que yo piense, todavía camino el mundo con cierta necedad juvenil que apenas me mantiene a flote. Sin embargo hay algo que nos diferencia más que la juventud: Sergio tiene fe. Nos saludamos y nos ponemos al día de noticias y dolores; me habla de libros, autores y teorías; me cuenta las dificultades de la literatura vista desde sus ojos y entonces sé que en sus palabras la fe se desborda con una alegría violenta e incontrolable. Me alegro, me alegro y lo envidio. Yo no conozco la fe.

Caminamos hacia Insurgentes esquivando a la gente que se dirige al tren, al metro, al metrobús… Todos viajan con cara de tristeza. Es miércoles y hace frío. Vamos al Chopo, al museo del Chopo, y hablamos un poco más de nuestras vidas, de libros, de Welsh. Nos perdemos un poco entre las oscuras calles de la Santa María e imaginamos qué estarían haciendo esos monstruos imaginarios con los que alucinamos desde hace un par de años. Es temprano, lo sabemos, pero aun así caminamos con un poco de prisa. Ahora estamos bajo las luces de una gasolinera observando las rejas del Chopo y sólo una idea pasa por nuestras cabezas, la misma idea de siempre: cerveza. Entonces recordé un bar pequeño que alguna vez visité sin ninguna intención y que dejé sin ningún recuerdo. Caminamos una cuadra más sobre Enrique González hacia San Cosme y nos encontramos, en la esquina, el sonido inconfundible de un bar vacío. Seis cuarenta de un miércoles y el bar solo nos da cobijo a cuatro personas. Agradable para mí, pero triste escena para los dueños, supongo. El Templo es un lugar pequeño con muchas luces de colores y letreros de tiza. Venden comida. Pero nada importa cuando te ofrecen dos caguamas por noventa pesos o chelas por dieciocho. En realidad no hay mucho más que yo pueda decir. Los baños están en la parte de atrás del local y hay que pasar casi por la cocina para llegar a ellos. La música suena a alto volumen y no es mala. No siempre es mala.

Pasaban las caguamas y la hora de partir se acercaba. Bebíamos tranquilos, pero, en el fondo de nuestros corazones de borracho, sabíamos que no podríamos abandonar nuestros lugares hasta que no nos quedara ni un peso y la última gota de cerveza fuera bebida. Lo pensamos mientras fumábamos en silencio en la banqueta. Podría ser que estuviéramos tristes. Yo quería ver a Irvine Welsh y ya estaba lo suficientemente borracho para gritarle en ese terrible acento escocés que tanto me gusta ocupar. Pero había algo más qué hacer. Después de todo ¿qué tanta importancia pueden tener las palabras de un escritor en una conferencia?

Y entonces todo fue claro… Había que beber y caminar por la noche en busca de un lugar donde refugiarnos. Teníamos que gastarnos hasta el último centavo en cerveza y cigarros. Teníamos que vivir y aprender algo de todo eso. No podíamos hacer otra cosa. Probablemente Welsh hubiera preferido estar con nosotros en ese pequeño bar (eso quisimos pensar). Teníamos que vivir esa borrachera. Teníamos que soportar el sonido meloso del “trovador” que se esforzaba por agradarle a las cuatro personas que lo ignoraban. Teníamos que gritarle cosas antes de huir. Teníamos que preguntarles a las personas que llegaron cinco minutos antes de irnos cómo había estado la conferencia de Welsh. Teníamos que arrojarles nuestro aliento alcohólico y una sonrisa burlona. Teníamos que abandonar el bar con la promesa de regresar algún día para ignorar a algún otro escritor.

Y así lo hicimos.


sábado, 8 de noviembre de 2014

El Jarrito

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Allende 32, colonia centro, Ciudad de México.



Son las cuatro de la tarde de un día tranquilo, caluroso o frío, en realidad no importa. En las mañanas todo parece más colorido, más luminoso, más triste. El sueño aún nos golpea en el rostro con su largo y pesado brazo de hierro. Frente a nosotros pasa el sol en su camino hiriente, rápido, monótono. Son las cuatro y tres minutos de la tarde de un miércoles cualquiera. Tengo sed, tenemos sed.
Entonces, entre la nata espesa de mugre que reside permanentemente en las calles del centro de la ciudad, un olor a pan flota tímido, casi imperceptible. Estoy en Tacuba. Tacuba, la calle del MUNAL, la calle que me ha recibido en sus brazos más de una ocasión. El crujir más sonoro de la ciudad se produce en estas calles, en estos edificios altos y oscuros de otra época, de otro mundo. Pero nada importa cuando la sed es intensa y la mañana de los desempleados, de los vagos inmundos se acerca a su fin. Son las cuatro y diez de la mañana y mis pies saben que el camino ha sido marcado por la sed de la miseria.
Pero yo no soy miserable, ni lo eres tú. Aunque seamos pobres y estemos cansados; aunque estemos viviendo de a poquitos, no somos miserables. Tal vez estemos tristes, eso sí, porque las mujeres son difíciles o porque nuestros padres son una figura ya tan lejana que parecen inalcanzables; porque pasamos toda la noche escribiendo en un cuaderno que arrojamos por la basura en la mañana o porque la música ya no suena en nuestros oídos ni en nuestros dedos.
Caminaron nuestros pies por Tacuba y doblaron con agilidad circense a la derecha en Allende. El sol golpea en los toldos y parabrisas de los autos y la luz que reflejan se incrusta tan cruel en nuestro rostro como agujas candentes. No importa. Hemos cruzado Donceles y escupo en las escaleras de la Asamblea Legislativa para luego cambiar de acera y sentirnos, por fin, tranquilos, tal vez hasta dichosos.
La fachada no importa, nada importa. Al entrar el olor a cloro y limpiador de pisos te golpea justo en la frente. Camino despacio y miro todo, escudriño los rostros que se acomodan en sus mesas y me devuelven la mirada con un gesto de indiferencia. Te miro también a ti y me doy cuenta de que nuestras sombras contrastan con las sucias paredes amarillas. Las sillas blancas y las mesas de madera vieja nos invitan a dar un último paso.
Sentados, resignados ya, vemos la gruesa figura de las meseras moverse en la lejana barra o escuchamos el taconear pesado sobre el tapanco de madera ennegrecida. Una de ellas nos observa y nos sonríe, siempre sonríen. Es ella, la misma de siempre, las mismas manos y la misma falda negra, pero no sabemos su nombre ni recordamos su voz. Acaso todo recuerdo que tenemos de ella es una palabra, una frase, un “¿Qué vas a querer, amor?” rebotando salvajemente en nuestras cabezas. Para ella somos apenas siluetas de las que espera, sin exigir, una propina tan generosa como siempre. Nuestra relación es perfecta.
Pedimos dos cervezas y empezamos nuestras cuentas mentales. Dieciocho pesos, diecisiete pesos… Al final las cuentas no sirven para nada. Rascaremos hasta el último peso de nuestros bolsillos, pero está bien. Todo está bien. Mientras tanto el aire del lugar empieza a cambiar su olor a limpiadores por el fuerte y penetrante olor a orín. Nunca es bueno sentarse a un lado de los sucios baños, pero hay razones para todo. En este lugar, a un lado del baño de hombres y bajo el tapanco de madera sucia, es posible conversar, aislarse de las conversaciones ruidosas de los ancianos borrachos, de las estridentes canciones de la rocola y de las risas y palabras absurdas de los jóvenes que comienzan a llegar conforme la tarde va muriendo.
Dos o tres cervezas después la misma voz femenina se acerca con una sonrisa todavía más amplia y nos ofrece la comida. Son las cuatro y cuarenta de la tarde y el estómago exige el primer alimento del día. Nopales, frijoles y chile siempre, siempre, aunque en preparaciones diferentes. No importa. Comida gratis y cerveza fría. Todo está bien. Comemos. Remojamos el pan en el chile que se escurre por las orillas de los platos adornados con pequeñas florecillas. Después de eso, después del triste espectáculo de la sobriedad inicial, todo será un maravilloso ascenso a la embriaguez.
Una cerveza tras otra. Los tragos grandes. Las palabras corren fáciles y hablamos con facilidad y armonía. La mesa húmeda. La sal regada. Alrededor de cada persona un torbellino de risas y murmullos; un eco que apenas se percibe, pero que se impregna en nosotros. Las corcholatas dobladas. Los cacahuates esperando. Hablamos de muchas cosas y todo fluye. Ya no nos interesa pensar demasiado en todo eso que, bien sabemos, no tiene solución. Todo es fácil y se acomoda en un orden perfecto de ideas que vuelan y mueren para renacer en más palabras aventureras. Bebemos y gritamos. Observamos a las jóvenes mujeres que entran y se sientan en las mesas contiguas. Admiramos sus rostros, su embriaguez casi instantánea y su rubor de juventud desbordante.
Ya es de noche en la calle, sin embargo, en el interior, con las luces, no ha pasado el tiempo. No ha pasado nada. Seguimos hablando y perdiendo el tiempo, bebiendo con alegría y observando a los extraños seres que nos rodean. La gente llega y se va y nosotros aquí, sentados en nuestra borrachera patética, pero contentos, acaso, por nuestra noche y nuestra vida. No importa el mañana, ni el destino que, sin duda, tendrán que buscar nuestros pies esta noche. No importa.

Pagamos la cuenta y le damos la propina a la mesera que se ríe un poco con nosotros. No nos levantamos, nos quedamos observando el último trago que reposa en la botella. Entonces buscamos, arrancamos cada centavo de nuestros bolsillos y  hacemos cuentas. Afuera la noche se hace más pesada y El Jarrito se empieza a quedar vacío. Nos levantamos y compramos en la barra. Alargamos la noche. Hablamos y ahora bebemos a tragos cortos y espaciados. Todo está bien porque ya nada importa.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Bares patrañeros

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Los redactores patrañeros, simios con máquinas de escribir, ya casi acaban las reseñas de los tugurios, bares, cantinas y patios de vecindad a los que algunos miembros, los más jodidos y alcohólicos, de RadioPatrañas han recurrido durante este último año de cruel miseria moral. 
Algunos son buenos, otros no tanto, pero para todos hay en esta villa del señor.

Si quieren que revisemos algún bar en especial, pues disparen las chelas y todo se arregla. 

miércoles, 10 de julio de 2013

Eric Truffaz-Bending New Corners

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Pues RadioPatrañas, en su búsqueda de música para pachequear, les trae este álbum del trompetista francés Eric Truffaz.
La onda que maneja está de un groovie como para tarde de chelas y gallo o para meditar, sí, para meditar, porque RadioPatrañas no promueve el uso de drogas… o algo así. En realidad, lo único que sí promueve es música y , sobre todo, música buena onda. En éste álbum, por ejemplo, se mezcla el sonido del jazz con el hip-hop, en su versión no malandra, algo más como spokenword. También suena la influencia del post-bop que se sacaba de las drogas Miles Davis en esos tiempos raros de los 60’s y todo el viaje posterior que sufrió el jazz, ya saben: acid, free, nu, fusion, etc. Todo lo anterior resulta ser una mezcla bastante agradable, no tan pesada para los que no son fieles seguidores del jazz, y de una sonoridad muy chevere a la hora de estar medio fumado, o meditando, eso…
Como sea, escuchen a su placer el disco, o algunos minutos y decidan qué tal les parece el desmadre del franchute este…
Radio Patrañas recomienda escuchar éste disco cuando:
1.      Se sienta cansado del sonido de guitarras distorsionadas (cuando se haya escuchado mucho a Sonic Youth, por ejemplo).
2.      Sea la hora de planchar la ropa de la semana.
3.      Sea la hora de planchar, sí, eso otro, pécoros del mal.
4.      A la hora de hacer quiacer.
5.      Se esté pacheco.
6.      Se este ligeramente pedo.
7.      A la hora de leer algo (de preferencia libros sin dibujitos)
8.      Sienta la necesidad de crecer y apreciar el jazz improvisado.

martes, 9 de julio de 2013

En busca de...

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A la redacción de RadioPatrañas, la estación con más hueva, llegó un video de un ciudadano preocupado que nos dice:

"Oigan, no les hace falta ninguno de los locutores? Yo vi cómo se llevaban a un borrachín bien pedo que creo que podría ser uno de ustedes, tiene todo el estilo"

Y nos adjunta este video:

Pues sí tiene todo el estilo de un Patrañero, y ahora que lo dicen, tiene tiempo que algunos programas no salen al aire... Será?

jueves, 4 de julio de 2013

De un reto personal

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Estuve pensando en como pasan las horas cuando uno se encuentra completamente sobrio y la profundidad de mis ideas me aterrorizó. Claro, que la mayoría de ellas tenía que ver más con la misión básica de conseguir un traguito, o un cigarrín, o un algo que ayudara a pasar las horribles vacaciones en casa.
Y es que en estos días de reparaciones en los laboratorios acústicos/espirituales de la primera rama de la secta secreta de Radio Patrañas he tenido que buscar un lugar dónde poder sentarme y beber con mis ideas. Ha sido horrible. La mayoría de la secta patrañera vive diez kilómetros más allá del Fin del mundo, dando vuelta a la izquierda en La chingada y como a tres cuadras de Nomamesestábienpinchelejos, y eso hace, claro, muy difícil que los visite si quiero regresar a tiempo a casa antes del fin del primer lustro de la segunda década del tercer milenio. En contraste, mis camaradas que felizmente visitaría, han partido hacia sus lugares de origen y prometen no volver hasta que sea necesario. El universo me odia y lo sé muy bien.
Me han quedado sólo los bares como opción de supervivencia etílica.
Con todo y mi sufrimiento, pensaba en la sorpresa de varios cuando les comento los precios de la cerveza en los bares que frecuento. Y esto es lo más raro, porque mientras para mí una cerveza de veinte pesos es ya demasiado cara, para muchos es una gran oferta. Yo soy un prángana, Dios mismo es un prángana, Charly es…, bueno, el ni a prángana llega. Me gusta mi cerveza fría, los cacahuates salados, las meseras que te dicen “amor” y las mesas y baños sucios. Sí, me gusta todo lo anterior pues sólo así garantizas el sensato precio de dieciséis pesos por chela. No digo que todos los bares a los que voy cobren eso, pero sí puedo asegurar que en los que sí son así, las meseras me conocen y antes de sentarme me saludan, me sonríen y me dicen: ¿lo de siempre, amor?

Ahora, como parte de una campaña para erradicar la salud de mi hígado, me he propuesto visitar la mayoría de los bares que pueda durante, bueno, mi vida y darles una pequeña reseña/crónica que desvele los misterios más grandes del universo, de los alcohólicos, pues. Así, sin más comenzaré lo más pronto posible a beber por ustedes, mis lectores, mis amigos, mis hermanos, mis, espero, patrocinadores…


¡Salú, pues!

miércoles, 26 de junio de 2013

Sonic Youth, Goo

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Resulta que hace veintitrés años que salió el Goo de Sonic Youth. Sí, hace tanto tiempo que los que lo compraron cuando adolescentes ahora ya ni tienen pelo. El tiempo se ha ido rápido.
La primera vez que supe de la existencia del disco fue, creo, en el 2000  cuando la portada salió en la tapa de una revista, supongo que RollingStone, de esas que cuelgan en los puestos a lado de periódicos, tabloides y revistas pornográficas. Claro que yo lo que intentaba ver era las mujeres en poses sugerentes o, cuando menos, los dibujitos de mujeres en poses sugerentes, pero la portada atrapó mi vista y traté de investigar qué era ese dibujo tan extraño (y feo) y por qué aparecía en una portada de revista. Lo malo de ser niño es que uno no controla sus pasos y tiene que ceder ante el segundo jalón de brazo que las violentas madres ocupan para arrear a su prole. Pues eso, aquella vez mi madre caminó llevándome del brazo a toda carrera y yo me quedé sin saber qué era ese dibujo y, lo más triste, sin ver ningún pezón escapándose de las revistas porno. Tendría unos doce años.
Descubrí a Sonic Youth cuando mi adolescencia era esa rabia estúpida que me impedía seguir escuchando la música con la que crecí. Sin embargo, en esa época conocí tanta música, que muy pocos grupos sobrevivieron los años, las fiestas y la idea perentoria de que hay que escuchar lo que tu novia en turno escuche para llevar las cosas como la seda. La adolescencia es una época difícil para todos.
A mis veinte años, después de que la casera de la primera guarida patrañera nos corriera porque, según ella, fumábamos mucha yerba, regresé a casa de mis padres a encontrarme con la caja de discos que había dejado y ahí, claro, hundí las penas depresivas que implican regresar a casa fracasado. Sonic Youth apareció al poco tiempo y resultó una gran sorpresa.
Su música resulta difícil, a veces, pero tiene ese factor único que atrapa la atención de los escuchas dispuestos. Desde sus primeras grabaciones de corte punk y su evolución hacia los discos fáciles, hasta la reinvención, o experimentación retrospectiva, Sonic Youth tiene ese sonido noise que lo define en el papel. Juegan con los tiempos, con las afinaciones, con los efectos, con las letras y con la parafernalia multimediatica que sostiene sus fuertes y energéticos acordes. Tiene fuerza también la presencia en la escena que ha ejercido durante tantos años. El Goo salió en el ’90, dos años después del gran despegué con el Daydream Nation (la portada de éste y la banda, que se roba la comida de Peter Frampton, salen en el capítulo de los Simpsons en el que Homero se vuelve el hombre bala: Homerpalooza, así de famosos fueron.) y esto, claro, lo ubica en los años de formación del grunge, que posteriormente dejaría escuchar su influencia en el siguiente disco de la banda. De hecho en la gira europea del ’91 compartieron escenario con Nirvana y en el video del último sencillo del Goo, Dirty Boots, la protagonista usa una playera de Nirvana. Lo último resulta algo curioso pues el video fue lanzado meses antes de que el mundo se enterara de la existencia de Cobain y Nirvana tras la publicación de Nevermind.
Como sea, Sonic Youth resulta una de las bandas que valen la pena escuchar por lo menos unos meses en la vida. (En la foto simpsonizada de la banda encuentran cómo escucharlos, ya saben, pranganas)